Un poco más de los García Márquez

Así comienza el texto que publicaré en un libro. Que no les asuste la recurrencia de algunos motivos. Me autoplagié...aunque más bien creo que es porque es lo que siento en este momento.

A disfrutar de las letras.


Me abruma la idea de pensar en páginas escritas por mí. Me asusta cumplir el sueño de aparecer en un libro.

Llevo años sin escribir desde la guata, como decimos en Chile. Siempre encubierta como periodista se me ha hecho más fácil. Y así enfrento este desafío.

El señor García Márquez

Un día de colegio cualquiera me lanzaron la noticia: había que leer, por obligación, como siempre, un libro de ese escritor colombiano al que le entregaron el premio Nóbel, tal como a Pablo Neruda y a Gabriela Mistral. Yo, lectora voraz, me entusiasmé con la idea y le dediqué tardes enteras a Cien años de soledad. Debo confesar que a mis 14 años, no entendí mucho. Era demasiado niña para tanta fantasía. Tenía muy claros los conceptos de lo que era lo concreto y prefería divertirme descifrando la depresión de Ernesto Sábato en El túnel que leer sobre mariposas.

Incauta e ingenuota. No sabía en ese entonces que la verdadera sabiduría estaba en soñar.

Pasaron los años y hubo varios encuentros más. Conocí al García Márquez periodista y me sedujo el arte de contar. ¿Se puede ser reportero y escritor? Sí, se puede. Y eso fue lo único que me mantuvo aferrada a esta carrera de la que no reniego, aunque a veces miro con disgusto.

Y aquí estoy. Después de dar vueltas por los medios nacionales, pasando por televisión y todo tipo de revistas y diarios, me doy el lujo de escribir. Todo el día. A cada hora. Pero nunca sobre mí.

Y aunque de Don Premio, como supe que le dicen por ahí a Gabriel, había mucho que aprender, yo me dediqué a emocionarme con ese otro señor –tan parecido, tan simétrico, aunque sin bigote– de traje de lino blanco que llegó el día de la inauguración del Diplomado en Cartagena de Indias representando a Gabo. Quería tocarlo. No de una manera sexual, no se confundan. Quería llegarle al alma. Y no de una forma romántica. El lino blanco reflejaba el caribe, la luz que no deja mirar el cielo, ese paraíso oculto del que a mí me privaba el aterrador invierno que acababa de dejar atrás en mi Santiago.

Conocí a García Márquez, pero no al de los libros sino que a uno de los otros. A Jaime, a su hermano menor que me sacó sonrisas, me dio recetas para sanar de la intoxicación y me dijo, al final de toda esta aventura, que ya somos amigos. Tarea cumplida.

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