El principio del dolor

Como a los 30 años –algunos antes, otros después- la vida nos saca el velo y por fin podemos vernos a nosotros mismos. El impacto que eso provoca no puede causar menos que dolor. Ahí estamos con tres décadas sobre el hombro y con un cúmulo de quebrantos sin resolver, amores a medias, pasiones olvidadas y fragmentos de sueños.
A veces ocurre que el dolor se manifiesta con rebeldía. Y hacemos todo lo que creímos que debíamos hacer cuando teníamos 18. Otras, el dolor es solo dolor. Y propiciado por algún tormento circunstancial que generalmente tiene que ver con alguna pena del corazón, nos convierte en seres insomnes y tristes. “¿Por qué me duele tanto?”, me preguntó una amiga hace unas semanas. Yo creo que por esto mismo.
Hombres y mujeres, a los treinta ya nos hemos convertido en sobrevivientes, en equecos con bolsas llenas de arrepentimientos, de puertas golpeadas tras de uno y de otras cerradas en la nariz, pero por sobre todo -y ésas son las que pesan más- de lágrimas. Lástima que no se hayan secado. Dicen por ahí que eso pasa porque deben fluir… ahí se les acaba el destino y se evaporan.
Nadie nos enseñó a llorar a tiempo, a manifestarnos vulnerables, a pedir un cariño, un consuelo, un pañuelito desechable. Nadie nos dijo que había momentos en que la amargura no había que ocultarla sino que acogerla y respetarla. Nadie nos advirtió que la rabia era sana, que liberaba, que hacía que los otros supieran que a uno también le duele y porqué. Creyeron hacernos crecer fuertes, pero en el fondo solo nos coartaron la posibilidad de sentirnos débiles, frágiles y de pedir ayuda. Y ahora, a los treinta, el daño recién comienza. Es el principio del dolor.

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